7 de agosto de 2016, domingo
Cuando alguien nos imagina excavando entre las laderas del wadi y la de Sheikh Abd el Gurna, frente a la belleza desértica de la montaña tebana, sin un árbol cercano –salvo los de la casa alemana– y bajo el calor del verano, probablemente nos supone completamente aislados y sin nadie alrededor que se atreva a acercarse hasta nosotros. La realidad es que el yacimiento –y el grupo– reciben visitas con bastante frecuencia. Las más dulce, sin duda, es la que nos proporciona cada mañana un carrito y el señor –este año con frecuencia sustituido por su hijo– que lo empuja. Resulta una auténtica aparición. A eso de las 7.00 de la mañana, utilizando el mismo camino que ha trazado el coche que nos trae al yacimiento, el señor se acerca empujando su frágil negocio: dos ruedas, un pequeño mostradorcito y una vitrina azul de dos puertas: en una van obleas de pan sin sal; en la otra una bandeja de basbusa, un tipo de pastel oriental. Por el precio módico de una libra, el señor ofrece una oblea untada con el dulce –que en su consumo normal se come con las manos o en un plato con tenedor– envuelta en una hoja de papel. El placer de este inesperado desayuno se complementa con la broma de identificar de qué era el papel en el que ha sido envuelto el pan basbusado. El de esta mañana nos traía de complemento las hojas de una cartilla de párvulos para unos y una especie de manual del buen agricultor para los demás: cómo montar un arma, como regar una huerta con riego por aspersión y un mecanismo acoplado a un tractor. ¿Cómo puede llevar años repartiendo la comida en hojas de libros?